Lázaro, el amigo por quien Jesús lloró
La resurrección de Lázaro, San Lázaro, por ejemplo, nos ilustra esa humanidad de nuestro Salvador. Jesús tenía una relación de amistad profunda con Lázaro y sus dos hermanas, María y Marta. Las escrituras dicen que el Mesías los amaba, que ellos eran especiales para Él en gran medida. ¿Te imaginas ser amigo del Príncipe de Paz en esos términos?
Más aún que la amistad, los hechos reseñados en el capítulo 11 del evangelio de Juan indican que Jesús lloró y sintió gran tristeza cuando supo que su amigo Lázaro había fallecido.
De modo que Lázaro, además de vivir la gloria de ser resucitado cuatro días después de su muerte, de ser llamado y levantado de la tumba por el mismísimo Dios encarnado, pasó a la historia como un amigo tan querido por Él, que lo conmovió hasta el llanto.
Jesús nos llora
Lázaro, de quien orgullosamente tomamos el nombre para nuestra parroquia, no vivió durante los mismos días de Jesús de Nazaret y fue resucitado por el Hijo de Dios por casualidad.
Su propósito de vida fue legar un testimonio histórico en el que encontramos un equivalente perfectamente comparable a nuestra propia resurrección.
Jesús nos ama y nos llora cuando estamos atrapados en la tumba de la muerte espiritual. Entiéndase por muerte espiritual cualquier vida en la que Dios no tiene cabida, y por ende, envuelta en tinieblas. Jesús llora a las víctimas de la disfuncionalidad familiar, a los niños y niñas abusad@s, a los jóvenes sumidos en adicciones degradantes, a las mujeres con su dignidad y autoestima laceradas, a los hombres atrapados en la frustración y el fracaso, a los seres humanos que prefieren el suicidio en lugar de padecer el vacío insondable de una vida sin propósito ni sentido.
Pero el Nazareno también viene a nuestra Betania, a nuestra aldea, para atender el clamor de quienes sufren con nuestra desgracia y claman ante Dios por nosotros. Estas son personificadas por Marta y María, las hermanas de Lázaro, quienes mandaron a llamar a Jesús para que lo salvara cuando enfermó.
Luego, felizmente, Jesús ordena a los ángeles que corran la piedra con la está sellada nuestra tumba, y ejecuta el llamado… Nos dice, «Yesenia», «Fernando», «Constanza», «Javier»… «¡Te mando a que te levantes y vengas afuera!».
Nótese que Jesús no entró a la tumba, donde reinaban las tinieblas, sino que atrajo a Lázaro hacia donde estaba Él, y donde la luz del día dominaba. He allí otro símil de lo que ocurre en el plano espiritual cuando somos llamados por el Cordero de Dios que lava y quita los pecados del mundo.
Otro detalle que no debe pasar desapercibido tiene que ver con lo que hizo Lázaro, quien obedeció, quien aprovechó la oportunidad y fue testimonio de lo que Jesús era -Y ES- capaz de hacer, con lo cual muchos creyeron y se convirtieron a la verdad, el camino y la vida. Cada vez que Cristo rescata una vida, SIEMPRE hay testigos que se asombran con el poder de su amor irresistible y también corren a quien nos dice… «Yo soy la luz del mundo».
La historia de San Lázaro no es leyenda ni mitología. Los hechos en torno a este y otros milagros de Jesús de Nazaret constituyen registros históricos que no han podido ser desmentidos por los análisis más rigurosos de la academia.
Cada 17 de diciembre conmemoramos a San Lázaro y celebramos esa promesa de vida que surgió a través de su testimonio. Aquel suceso tiene su equivalente cada vez que Jesús nos rescata de la muerte espiritual cuando lo conocemos, cuando dejamos de vivir sin propósito y pasamos, a través de Él, de las tinieblas a la luz, de nuestra historia AC, antes de Cristo, a nuestra era DC, después de Cristo.
Jesús te llora, y mueve ángeles por ti, y te llama para rescatarte de la oscuridad que reina en las tumbas espirituales. Y no solo eso, sino que además derramó, voluntariamente, su sangre divina e inocente para reclamar nuestras vidas al reino de las tinieblas: «Son míos. Dámelos», dijo.